jueves, 15 de julio de 2010

ARTEMIS



ARTEMIDOS


Nombre cristianizado de Artemisa. (La Diosa Blanca de R. Graves, 1º)


NACIMIENTO DE ARTEMIS



En las rodillas de Zeus estaba la niña Artemis. Veía sus deseos ante sí, y los enumeró todos al padre: ser siempre virgen; tener muchos nombres, para desafiar al hermano; poseer un arco y flechas; llevar una antorcha y un peplo rayado hasta la rodilla, para cazar los animales salvajes; disponer de una escolta de sesenta Oceánides; y, como servidoras, veinte Ninfas de Amniso para que se ocupen de las sandalias y de los perros; gozar de todas las montañas; de las ciudades podía prescindir. Mientras hablaba, intentaba asir, inútilmente, la barba del padre. Zeus rió y asintió. Se lo daría todo. Artemis le dejó, sabía adónde ir: primero a las boscosas montañas de Creta, después al Océano. Y allí seleccionó sesenta Ninfas. Todas ellas tenían nueve años.



La virginidad perenne, que la pequeña Artemis pide como primer don al padre Zeus, es la señal invencible de la distancia. La cópula, mixis, es “mezcla” con el mundo. Virgen es la señal aislada y soberana. Su correlato, cuando lo divino intenta tocar el mundo, es el estupro. (págs. 54, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).



ARTEMIS Y LA LOCURA (EL SIMULACRO DE ARTEMIS TÁURIDA).



Oculto en un cañaveral, no lejos del Eurota, yació durante años el simulacro de madera de la Artemis Táurida. Orestes la había robado del santuario. Viajó largo tiempo estrechándola entre las manos, durante todo ese período sintió que la locura planeaba sobre su cabeza. Después, cierto día, pensó que intentaría vivir a solas, y ocultó la estatua en aquel lugar salvaje. Dos jóvenes espartanos de sangre real, Astrabaco y Alopeco, la descubrieron por casualidad, removiendo las cañas. Erguida, rodeada de juntos, la estatua les contemplaba. Entonces los dos espartanos enloquecieron, porque no sabían lo que veían. Ahí está el poder del simulacro, que sólo cura a quien lo conoce. Para los demás, es una enfermedad.



Alrededor de la pequeña y ligera estatua de Artemis, los espartanos construyeron un templo. Lo dedicaron a Artemis Ortia y Ligodesma, erguida y atada por juncos. Muchos le ofrecían máscaras, en general horripilantes, seres de la noche y del subsuelo. Como un tiempo antes en Táuride, cuando Ifigenia la cuidaba y lavaba, la estatua esperaba que sangre joven se derramara para ella. Pero hasta los espartanos, a veces, podían mitigar una costumbre. Decidieron no matar más muchachos, sino fustigarlos hasta hacerlos sangrar delante de la diosa. Se vio entonces a los altivos espartanos, los que utilizaban para hacer incursiones por los campos para matar ilotas, por juego, por burla, aceptar que otro muchacho levantara muchas veces sobre ellos la fusta. Algunos de los fustigadores eran más tímidos, sobre todo cuando los fustigados eran muy bellos o pertenecían a las familias más ilustres. Esto disgustó al simulacro. La sacerdotisa la sostenía junto a los muchachos fustigados. Pero, si los latigazos se volvían titubeantes, el simulacro comenzaba a pesar más y más, como un meteorito que quisiera hundirse en el suelo, y decía: “Me hundís, me hundís.” (págs. 234, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).



HIPÓLITO Y ARTEMIS



Dioniso reapareció en la tierra, después de salir del Hades, llevando de la mano a su madre Sémele, allí donde después se alzó la ciudad de Trecén. Pasaron años. Cerca del lugar donde Dioniso y Sémele habían salido se hallaba un estadio. Todos los días se entrenaba en él el príncipe Hipólito. Era un órfico, se abstenía de la carne de los animales, se abstenía de las mujeres. De los amores sólo sabía lo que veía en los espectáculos y en las estatuas. Hijo de una amazona, no aspiraba a sobresalir en la ciudad. Profesaba incredulidad acerca de la “dulzura del poder”. Su culto eran los libros, y el humo embriagador de las “palabras solemnes”. Se entrenaba, se transformaba, y esto era todo para él. Los malévolos decían que “se honraba a sí mismo.” Y en cambio, encerrada en la integridad, su “alma virginal” adoraba a un único ser, externo e íntimo: la virgen cazadora, Artemis. Cazaba para ella en la selva, le servía como un esclavo, protegía sus simulacros.



Hipólito suponía que estaba solo mientras se entrenaba en el estadio, desnudo, al alba. Su cuerpo era reluciente, intocable. Pero dos ojos de mujer le seguían en todo momento. Apostada en su observatorio encima del estadio, en el templo de Afrodita Catascopia, de la Afrodita que “espía desde arriba,” la madrastra Fedra conocía cualquier contracción de los músculos de Hipólito. Le miraba y se moría de deseo, tan solitaria como solitario estaba Hipólito. En sus manos sudorosas estrujaba tiernas hojas de mirto. Después, cuando el deseo se hacía intolerable, se quitaba una aguja del tocado, y, mientras los ojos asediaban cualquier gesto de Hipólito, con la punta de la aguja perforaba las hojas de mirto. Mýrton, además de “baya de mirto”, significa “clítoris.”



Aunque aislado del mundo, Hipólito no era refractario a los hechizos del mundo. El día de su muerte llegó cuando sus caballos poseídos por el terror, escaparon ante el tremendo toro de Posidón, que había surgido de las aguas del Sarónico. Hipólito intentó inútilmente controlarlos y cayó al suelo, atrapado en las riendas. Mientras los caballos arrastraban su cuerpo sucio de polvo y de sangre sobre unas rocas puntiagudas que lo laceraron, e Hipólito sentía que “un espasmo le ataca el cerebro”, supo también que era la hoja de mirto torturada por el precioso alfiler de la amante que se había limitado a espiar su cuerpo y que se había ahorcado por él: Fedra.



Hipólito exhalaba su perfume de muerte, que en el aire se mezcló con otro perfume, más puro, anuncio de la presencia de Artemis. Agonizó con ella, pero al final la diosa quiso abandonarle, aunque se llamara Hipólito “el mortal más querido”, porque Artemis no puede “manchar sus ojos con los estertores de la muerte.” (págs. 198-199, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).



ARTEMIS Y AURA: DIONISO Y PALENE



Hay un toma y daca entre los dioses, una rigurosa contabilidad, que se difunde a través de las eras. Artemis fue un útil sicario para Dioniso cuando se trató de matar a Ariadna. Pero un día también Artemis, la virgen orgullosa, necesitó, con estupor, de aquel dios promiscuo e impuro. También ella tuvo que pedir a alguien que matara por su cuenta, y le dejó elegir las armas. Le tocó a Dioniso.



Un mortal se había reído de ella. Aura, una doncella de las montañas, alta, de brazos enjutos, de piernas rápidas como un soplo de viento. Sólo luchaba con jabalíes y leones, desdeñaba como presa los animales más débiles. No desdeñaba menos a Afrodita y sus obras. Apreciaba únicamente la virginidad y la fuerza. Un día caluroso, mientras dormía sobre unas ramas de laurel, Aura fue turbada por un sueño: Eros, como un salvaje torbellino, ofrecía a Afrodita y Adonis una leona, de la que se había apoderado con un cinturón encantado. (¿Quizá el de la propia Afrodita? ¿El adorno erótico se había convertido acaso en un arma para capturar las fieras?) Aura se veía, en el sueño, junto a Afrodita y Adonis, con los brazos apoyados en sus hombros. Era un grupo delicado y floreciente. Eros aparecía con la leona y presentaba a su presa con estas palabras: "Diosa de las guirnaldas, te traigo a Aura, la doncella que sólo ama la virginidad. El cinturón ha doblegado la obtusa voluntad de la leona invencible.” Aura se despertó angustiada. Por primera vez se había visto desdoblada: era la presa, a la vez que la cazadora que contempla la presa. Se enfureció con el laurel, y por tanto con Dafne: ¿por qué una virgen le había enviado ese sueño digno de una prostituta? Después olvidó el sueño.



Otro día caluroso, Aura conducía el carro de Artemis a las cascadas del Sangario, donde la diosa quería bañarse. Junto al carro, las siervas de la diosa se habían quitado la cinta de la frente, alzaban el borde de la túnica, descubrían las rodillas al correr. Eran las vírgenes hiperbóreas. Upis quitó el arco de los hombros de Artemis y Ecaerge el carcaj. Loso le desató las sandalias. Artemis entró en el agua con cautela. Mantenía las piernas juntas y levantaba la túnica apenas el agua la lamia. Aura le dirigió una impía mirada escrutadora. Estudiaba el cuerpo de su dueña. Después nadó a su alrededor, estirándose por completo en el agua. Se paró junto a la diosa, se sacudió unas gotas de los senos, y dijo: “Artemis, ¿por qué tus senos son blandos e hinchados, por qué tus mejillas tienen un rosado esplendor? No eres como Atenea, que tiene el pecho liso como un muchacho. Contempla mi cuerpo, fragante de vigor. Mis senos son redondos como escudos. Mi piel es tensa como una cuerda. Puede que seas más idónea para utilizar, para sufrir las flechas de Eros. Nadie pensaría, al verte, en la inviolable virginidad.” Artemis la escuchó en silencio. “Sus ojos despedían chispas asesinas.” Saltó fuera del agua, se puso la túnica y el cinturón. Desapareció sin decir palabras.



Se dirigió inmediatamente a pedir consejo a Némesis, en las cumbres del Tauro. Como siempre, la encontró sentada ante su rueca. Un grifo estaba encaramado en su trono. Némesis se acordaba de muchos ultrajes a Artemis. Pero siempre por parte de hombres, o en todo caso de una mujer fecunda, como Níobe, entonces una húmeda roca entre aquellas montañas. ¿O se trataba quizá de la vieja comedia matrimonial? ¿Quizá Zeus la seguía acuciando para que se casara? No, dijo Artemis, esta vez era una virgen, la hija de Lelanto. No se atrevía a repetir las calumnias que Aura había aventurado acerca de su cuerpo y sus senos. Némesis dijo que no petrificaría a Aura como a Níobe. Entre otras cosas eran parientas, aquella muchacha pertenecía a la antigua estirpe de los Titanes, como la misma Némesis. Pero le arrebataría la virginidad, quizá un castigo no menos cruel. Esta vez el encargado sería Dioniso. Artemis asintió. Como para anticiparle el sabor de su destino, Némesis se presentó ante Aura con el carro arrastrado por los grifos. Para que la altiva cabeza de Aura se doblegara, le azotó el cuello con su fusta de serpientes. Y el cuerpo de Aura fue invadido por la rueda de la necesidad.



Dioniso ya podía intervenir. En su última aventura había encontrado otra doncella guerrera: Palene. Con ella le había ocurrido algo sin precedentes en sus numerosas historias. Había tenido que disputar una lucha con Palene delante de los espectadores, y sobre todo delante de su incestuoso padre. Palene había aparecido en la explanada cubierta de arena con sus largas trenzas alrededor del cuello y una faja roja alrededor del pecho. Un pedazo de tela blanca apenas le cubría el pubis. Su piel estaba reluciente de aceite. La lucha fue larga. De vez en cuando, Dioniso se descubría estrechando la palma de una mano deliciosamente blanca. Y más que doblegarlo, deseaba tocar aquel cuerpo. Quería retrasar aquella victoria voluptuosa, pero mientras tanto notaba que jadeaba como un mortal cualquiera. Bastó un instante de distracción para que Palene intentara levantar a Dioniso y derribarle. Esto era demasiado. Dioniso se soltó y consiguió levantar a su vez a su adversaria. Pero después acabó por depositarla en el suelo con cierta delicadeza, mientras sus ojos furtivos vagaban por su cuerpo, por su abundante cabellera esparcida en el polvo. Y Palene ya estaba de nuevo de pie. Entonces Dioniso quiso derribarla en serio, con una presa en la nuca, mientras intentaba hacerle doblar una rodilla. Pero calculó mal y perdió el equilibrio. Sintió el polvo en la espalda, mientras Palene cabalgaba sobre su vientre. Un instante después, Palene se soltó y dejó a Dioniso en el suelo. Pero al instante siguiente, Dioniso consiguió derribarla. Estaban empatados y Palene habría querido proseguir. Entonces intervino el padre Sitón, para conceder la victoria a Dioniso. El dios, empapado en sudor, levantó la mirada hasta el rey que se acercaba para premiarle y le atravesó con el tirso. Aquel asesino debía en cualquier caso morir. Y Dioniso ofreció a la hija el tirso goteante de la sangre del padre, como don amoroso. Ahora le aguardaban las nupcias.



En el clamor de la fiesta, Palene lloraba al padre cruel, pero a pesar de todo su padre. Con dulzura, Dioniso le mostraba las cabezas roídas por los vientos de sus anteriores pretendientes, clavadas ante las puertas como primicias de la cosecha. Y, para calmarla, le decía que no podía ser hija de aquel hombre horrendo. Quizá un dios, quizás Hermes, quizá Ares, era su verdadero padre. Mientras pronunciaba estas palabras, Dioniso ya sentía una vaga impaciencia. Palene era ya una amante domada. Pronto se convertiría en una fiel, como tantas otras. Pero sólo una vez había experimentado Dioniso la emoción de encontrarse abrazado en el polvo con una mujer que deseaba, sin ni siquiera conseguir dominarla. Sintió nostalgia de un cuerpo inasible.



Desapareció a solas en las montañas. Seguía pensando en una mujer fuerte y arisca, capaz de gopearle no menos de lo que él fuera capaz de golpearla a ella. Se estaba acercando el momento en que Eros le hiciera delirar por un cuerpo aún más inaprehensible. Dioniso advertía por las veloces ráfagas de viento que en aquellos bosques se ocultaba una mujer todavía más fuerte, más bella y hostil que la luchadora Palene: Aura. Y ya sabía que escaparía de él, que jamás se rendiría. Por una vez, Dioniso caminaba a solas y en silencio, aliviado por la ausencia de las Bacantes. Escondido detrás de un matorral, vislumbró un muslo blanco de Aura que entraba en el oscuro follaje. Alrededor los perros ladraban. Entonces Dioniso se sintió derretir como una mujer. Nunca se había visto tan desarmado. Hablar con aquella doncella le parecía inútil, igual que hablar con una encina. Pero una Amadríada, que habitaba en las raíces de un pino, le dio la respuesta que buscaba: nunca se encontraría con Aura en un lecho. Sólo en el bosque, y si la ataba de pies y manos, conseguiría poseerla. Y que se acordara de no dejarle regalo alguno.



Mientras Dioniso dormía, exhausto, se le apareció Ariadna una vez más. ¿Por qué abandonaba a todas las mujeres, como la había abandonado a ella? ¿Por qué Palene, a la que tanto había deseado mientras rodaban juntos por la arena, se borraba ahora de su mente? En el fondo, Teseo había sido mejor que él. Al final, Ariadna tuvo también un gesto irónico. Le dio un huso para tejer y le rogó que se lo regalara a su próxima víctima. Así un día la gente diría: regaló el hilo a Teseo y el huso a Dioniso.



Seguía haciendo un calor enorme, y Aura buscaba una fuente. Dioniso pensó que de todas sus armas sólo disponía de una: el vino. Cuando Aura acercó los labios a la fuente, se mojó con un líquido desconocido. Nunca había probado algo semejante. Estupefacta y torpe, se tendió a la sombra de un gran árbol y se durmió. Descalzo, silencioso, Dioniso se acercó. Le quitó inmediatamente el carcaj y el arco y los ocultó detrás de una piedra. El temor no le abandonaba. En aquellos días, sus pensamientos volvían siempre a otra cazadora que había conocido, Nicea. Parecía que su cuerpo hubiera saqueado toda la belleza del Olimpo. También ella rechazaba a los hombres, y cuando el pastor Himno se le había aproximado para hablarle de su devota pasión, Nicea había acallado sus palabras hundiéndole una flecha en la garganta. Fue entonces cuando los bosques resonaron con palabras que recordaban una cantinela infantil: “El hermoso pastor ha muerto, la bella doncella lo ha matado.” La cantinela sonaba en la mente de Dioniso mientras sus diestras manos ataban con una cuerda los pies de Aura. Luego le pasó otra cuerda alrededor de las muñecas. Aura seguía durmiendo, en una tibia ebriedad, y Dioniso la poseyó atada. Era un cuerpo abandonado, adormilado sobre la tierra desnuda, pero la propia tierra se balanceaba para celebrar las nupcias y la copa del pino era sacudida por la Amadríada. Mientras Dioniso sentía sobre el cuerpo de Aura un placer inmenso, exaltado por la cobardía, la cazadora se adentraba en un sueño turbio, que continuaba otro sueño. Sus brazos delicadamente apoyados sobre los de Afrodita y de Adonis se habían cerrado ahora en un solo nudo con aquella carne extraña, y las muñecas se le retorcían en un espasmo horroroso de un placer que no pertenecía a ella, sino que pertenecía a ellos, aunque se comunicaba con ella a través de las venas soldadas de las muñecas. Y, mientras tanto, Aura veía su cabeza doblegada como la de la leona capturada. Asentía a su propia ruina. Dioniso se separó de ella. Siempre silencioso, de puntillas, fue a recoger el arco y el carcaj y los depositó junto al cuerpo descubierto de Aura. Le soltó los pies y las muñecas. Regresó al bosque.



Al despertar, Aura vio sus muslos desnudos, el cinturón desceñido sobre sus senos. Pensó que se volvía loca. Bajó al valle gritando. De la misma manera que tiempo atrás había atacado leones y jabalíes, ahora atacaba con sus flechas mayorales y pastores. Su paso quedaba salpicado de manchas de sangre. Asaeteó a los cazadores que encontraba. Llegaba a una viña, mató a los vendimiadores que estaban trabajando, porque sabía que eran devotos de Dioniso, un dios enemigo, aunque Aura creía que jamás lo había visto. Llegó a un templo de Afrodita y flageló la estatua de la diosa. Después la levantó del pedestal y la arrojó a las aguas del Sangario, con la fusta enrollada en torno de las caderas marmóreas. Luego se ocultó de nuevo en su bosque. Pensaba en cuál de los dioses podía haberla estuprado, y los maldecía uno por uno. Arrojaría flechas en sus santuarios. Mataría a los propios dioses. Y antes que a nadie a Afrodita y a Dioniso. En cuanto a Artemis, merecía todo su desprecio: la diosa virgen no había sabido protegerla, de la misma manera que no había sabido responder a sus pocas palabras burlonas, y tan divertidas, sobre sus senos turgentes y pesados. Aura quería abrirse el vientre para extraer de él el semen del desconocido. Se ofreció a una leona, pero la leona no la aceptó como víctima. Habría querido conocer a su esposo para hacerle comer su hijo.



Entonces apareció Artemis, con una risa maliciosa. Se reía de Aura porque caminaba lenta, con paso pesado, como las mujeres embarazadas, ya no con el paso del viento. ¿Y qué sería Aura sin la ligereza? Le preguntó también qué regalos le había dejado Dioniso su esposo. ¿Le había dado tal vez unos sonajeros para que jugaran sus niños? Después desapareció. Aura siguió errante. Pronto sintió los dolores del parto. Fueron larguísimos. Mientras Aura sufría, Artemis apareció una vez más para reírse de ella. Nacieron dos gemelos. Dioniso se sentía orgulloso, pero temía que Aura los matara. Llamó entonces a la cazadora Nicea: también a ella la había engañado con el vino, la había forzado mientras dormía, la había abandonado, también ella había parido una hija: Teleté, la “iniciación”, la “última realización.”



Para un dios, la repetición es señal majestuosa, el sello de la necesidad. Entonces Nicea, aquella doncella resplandeciente que había hecho manar chorros de sangre de la garganta de un buen pastor, sólo porque se había atrevido a dirigirle unas palabras de amor, vivía como una pobre mujer al telar. (¿Tendría que haberle dado a ella el huso de Ariadna?) Pero entonces Nicea podría comprobar que su suerte era compartida por otra. Podría consolarse, dijo Dioniso, porque se daría cuenta de que pertenecía al canon divino. Pero su papel no había terminado: debía llegar a ser cómplice del dios, ayudarle a salvar por lo menos uno de los gemelos que Aura estaba por aniquilar. El mundo, el mundo entero, el mundo alejado de los bosques, el que está hecho de templos, de naves y de mercados, esperaba dos nuevas criaturas: una era la propia hija de Nicea, Teleté; la otra era uno de esos gemelos en manos de Aura, poseída por el dolor.



Aura, mientras tanto, alzó a los recién nacidos al cielo, al viento que le había empujado en su vida, y los dedicó a las brisas. Quería que se rompieran. Ofreció los dos recién nacidos a una leona para que los devorara. Pero en la cueva entró una pantera: lamió con ternura los cuerpos de los dos infantes y los alimentó, mientras dos serpientes protegían la entrada a la cueva. Aura cogió entonces en sus manos a uno de los dos hijos, lo arrojó al aire y, cuando cayó en el polvo, se le echó encima para despedazarlo. Artemis, aterrorizada, intervino: cogió al otro hijo y, llevando por primera vez en su vida un niño en brazos, huyó al bosque.



Aura se encontró de nuevo sola. Bajó a las orillas del Sangario, arrojó arco y carcaj al río, y después se zambulló. Las olas cubrieron su cuerpo. De sus senos manaba agua. El recién nacido superviviente fue entregado por Artemis a Dioniso. El padre recogió a los dos pequeños, nacidos de las dos doncellas estupradas en el sueño, y los llevó a los lugares de los misterios. También Artemis estrechó al niño en su pecho de virgen. Después lo entregó a las Bacantes de Eleusis. En el Ática, encendían antorchas en su honor. Era Yaco, el nuevo ser que aparecía en Eleusis. Para quien tenía la suerte de verle, la vida se volvía feliz. Los demás no sabían qué era la felicidad.



Para Dioniso se había acabado el tiempo de los vagabundeos y de las conquistas. Quedaba la subida al Olimpo. Ariadna regresaba todavía, a veces, a sus pensamientos. Llevó a la montaña una guirnalda en su memoria. Luego se sentó en la mesa de los Doce. Su asiento estaba al lado de Apolo. (págs. 33-39, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).



ARTEMIS Y ALFEO



Como Olimpia es la imagen de la felicidad, sólo podía aparecer en la Edad de Oro. Los hombres que vivieron entonces construyeron un templo para Crono en Olimpia. En aquellos días Zeus todavía no había nacido. Los primeros que compitieron en las carreras de Olimpia fueron los guardianes a los que Rea había encargado que ocultaran al pequeño Zeus. Los cinco Curetes, entre los que estaba Heracles, fueron de Creta a Olimpia, y Heracles fue el primero en coronar a un vencedor con un ramo de olivo silvestre.



Olimpia es la felicidad de los griegos, expertos en infelicidad. En el Peloponeso, la verde espesura esta encendida por una cualidad alucinatoria. Cuanto más raro, tanto más intenso, y con algo de final. Todas las especies del verde se congregan alrededor de Olimpia, como en un tiempo los atletas de todas las ciudades en las que se hablaba griego: de la ácida fosforescencia de los pinos de Alepo a la oscura limpieza de los cipreses, a las franjas esmaltadas de los limones, a las cañas primordiales, sobre un fondo de colinas de perfiles suaves, modelados por el pulgar posidónico de los terremotos. Aquel lugar es el don de un hombre que se convirtió en río, Alfeo. Después de haberse abierto camino entre las cimas peladas y achicharradas de la Arcadia, después de haber bañado los estratos rocosos del Licaion, la montaña de los lobos y de los caníbales, sobre cuya cima el sol no arroja sombra, el río Alfeo sorprende al final cuando, saliendo de las gargantas de Caritena, se abre en la ondulación de un valle tan querido por Zeus como odioso le resultaba el arcaico Licaion. Los griegos no estaban acostumbrados a nombrar la naturaleza inútilmente, y sin embargo Pausanias exalta el río Alfeo por lo menos en tres ocasiones: “el mayor de los ríos por el volumen de sus aguas, y el más agradable a la vista”; río “fabuloso para el amor”, a causa de su origen; finalmente, para Zeus “el más delicioso de todos los ríos.”



Pero ¿quién era Alfeo? Un cazador. Vio a la diosa cazadora, Artemis, se enamoró de ella y, con una vana insolencia de los hombres, comenzó a perseguirla. Por toda Grecia, la diosa sentía aquellos pasos detrás de ella, y reía. Una noche, quiso celebrar una fiesta con sus amigas, en Letrinos, no lejos de Olimpia. Antes de que Alfeo llegara, la diosa y las Ninfas se embadurnaron la cara con arcilla. Alfeo vio surgir de la noche unos rostros blancuzcos. ¿Cuál de ellos era el de la diosa? Entonces el cazador que había "encontrado el valor de intentar estuprar a la diosa" tuvo que renunciar: "desapareció sin haber realizado su intención ". En sus oídos sonaba una risa cantarina y burlona. Sin embargo, jamás como en esa ocasión Artemis, la diosa más cruel, fue tan amable con un admirador suyo. En lugar de hacerlo descuartizar por los perros, como a Acteón, que, sin embargo, ni se le había acercado, dejo que Alfeo se alejara ileso, e iniciado. En la historia griega embadurnarse la cara precede a un acontecimiento augusto y terrible. Los Titanes se embadurnan con yeso antes de despedazar a Zagreo. Aquí el embadurnamiento, en lugar de anunciar el acto nefando, sirve para esquivarlo. La Diosa virgen no sufrió un ultraje precisamente porque se vuelve igual que sus Ninfas. Hará lo contrario de lo que corresponde a las iniciandas: enmascararse para equipararse a la diosa. Con su gesto, Artemis disolvió en la risa un horror inminente. Alfeo descubrió a la Diosa y sus Ninfas como un grupo de máscaras o de muertos. Y es difícil orientarse entre las máscaras y los muertos, allí donde hasta los dioses ya no son identificables con seguridad porque se ha superado el umbral del otro mundo. La risa que acompañó la retirada de Alfeo era, para la Diosa, la más alta señal de afecto, una delicada atención. En el fondo, había desvelado a aquel hombre impetuoso e ignorante la distancia imposible colmar, y ambigua, entre la mujer y la Diosa: había bastado un poco de arcilla para mostrarla. La Diosa cazadora escapa irreparablemente aún más cuando se enmascara de mujer.



Pero Artemis quería proteger al cazador. No podía donarle su cuerpo, así que eligió una ninfa, Aretusa, como vicaria. Y Alfeo comenzó una nueva persecución amorosa. En el furor de la agua, Aretusa cruzó el mar y se transformó en una fuente cerca de Siracusa. Esta vez Alfeo no podía renunciar. El cazador, al convertirse en el río Alfeo, desembocó en el mar poco antes de Pirgos y vivió, durante centenares de kilómetros, a través de todo el mar Jónico, como corriente submarina. Cuando reapareció con su corona de espumas, estaba en Sicilia, cerca de Aretusa. Mezcló sus aguas con las de la Ninfa.



Por eso Olimpia nació gracias a Alfeo. Por eso el Maestro de Olimpia, en una esquina del frontón oriental del templo de Zeus situó a un joven afilado y musculoso, con las costillas marcadas: era Alfeo, el primer río que apareció en un templo griego. Por eso Olimpia se sacrifica a Artemis y a Alfeo en el mismo altar. Por eso, en el Medievo, las aguas del Alfeo cambiaron de lecho, para sumergir las piedras y las ofrendas de Olimpia y protegerla con su limo. (págs. 159-161, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Calasso).



ARTEMIS



Había un santuario de la diosa Luna ARTEMISA, alias Nereis, o Tetis, en Yolcos, el punto principal de la Tesalia meridional, con un colegio adjunto de cincuenta sacerdotisas. Esta Artemisa era patrona de los pescadores y marinero. Una de las sacerdotisas era elegida cada quincuagésimo año como representante de la diosa; tal vez la que ganaba la carrera. Tomaba un consorte anual que se convertía en el rey del Roble, o Zeus, de la región y se le sacrificaba al término de su período.



Notas de Roberto Calasso


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